Por Sergio Kiernan
Las nuevas derechas extremas se alimentan de enemigos elegidos, pero son flojas a la hora de alabar a los propios. En esto siguen, modernizado, un viejo criterio de los fundadores y en particular de Adolf Hitler, parco a la hora de elogiar al pueblo alemán. Es cierto que lo declaró la raza superior y a cada momento afirmaba que nada se comparaba a su cultura y belleza física, pero se trata de generalidades. El hombre era enérgico y detallado sólo a la hora de insultar a otros, al judío, al capitalista financiero, al eslavo, al negro, a Churchill. Hasta en volumen se ve que el insulto supera por mucho al elogio: hay estanterías enteras de discursos del fuhrer insultando a alguien y días enteros de filmaciones, mientras que lo positivo toma alguna página y alguna hora. Era más necesario tener enemigos que exaltar a los suyos.
Insultar, claro, es más fácil que elogiar, como demuestran los troll de alquiler cada día. Pero en este caso no es sólo pereza o incapacidad intelectual, es una herramienta de construcción política. Javier Milei, que es el pararrayos de esta derecha en nuestro país, es verborrágico a la hora de putear al disidente externo o interno, y puso en el centro de la escena sus construcciones de la casta, el empleado público vago y sindicalizado, los prebendarios del Estado y los corruptos, que siempre son K y nunca banqueros. Su veto al modesto aumento a los jubilados lo mostró en plena forma, puteando con ganas pero incapaz de aunque sea decir que el reclamo es justo pero ahora no es posible cumplirlo. Milei es incapaz hasta de ser hipócrita.
Hay que notar que ninguno de los insultos a los enemigos de «la gente de bien», la única y vaga positividad a la que llegan nuestros falsos libertarios, es racial. El elenco es misógino, chupacirios y reaccionario silvestre, pero no antisemita, antiinmigrante o antinegro, al menos todavía, al menos en público. Hay, sin embargo, una excepción: los mapuches.
En la Argentina hay decenas de grupos de las Primeras Naciones, y los principales se extienden más allá de nuestras actuales fronteras por la simple razón de que son entidades preexistentes a la Conquista, el reparto español y el nacimiento de las actuales repúblicas. A nadie le extraña que haya guaraníes en Brasil, en Paraguay y Argentina, o kollas y aymara de Buenos Aires al Ecuador. Pero con los mapuche es otra cosa, ya que su presencia se da también en Chile, y los nacionalistas adoran sospechar de Chile.
Los mapuche son un blanco favorito de la derecha, además, porque fueron la última frontera, el sujeto de nuestra propia Conquista y el objeto de nuestro racismo moderno. Para peor, son un pueblo de tradición nómade, algo que despierta un odio particular en el «civilizado» sedentario, como te explica fácil cualquier gitano. Y, volviendo a lo contemporáneo, están reconstruyendo su cultura y reclamando como ciudadanos argentinos lo que les robaron y les siguen robando. Hacen ruido, no se quedan en el lugar que les dieron, molestan.
Lo primero que hizo la derecha fue dividir el rebaño. Unos son «originarios» con derechos si se quedan tranquilos. Si hacen ruido, se los falsifica como «pseudomapuches» o «maputruchos». Patricia Bullrich constantemente habla de «peligrosos pseudomapuches terroristas» y La Derecha Diario, el pasquín del consultor Fernando Cerimedo que le chupa las medias al gobierno con ardor, hasta suele pifiar diciendo que la RAM, la Resistencia Ancestral Mapuche, significa la Resistencia Armada Mapuche. Bullrich adora eso de la RAM, que le permite etiquetar a cualquier activista como terrorista.
Miguel Angel Toma, que entre otras cosas fue titular de la ahora reflotada SIDE, intentó explicar la diferencia entre un mapuche y un maputrucho en un reportaje radial. Lo primero que hizo fue poner el dedo en el problema que tienen los derechistas con ese tema, que la identidad y los derechos de los indígenas como tales están reconocidos en la constitución. Es esta entidad del más alto nivel legal que los obliga a contorsionarse inventado conceptos raros. Toma se contorsiona diciendo que «una cosa es la reivindicación legítima de los pueblos originarios, pero otra muy distinta es su uso ilegítimo como herramienta de pseudo mapuches para confrontar a las instituciones».
A Toma, como a Bullrich, le cuesta explicar qué sería legítimo pero no qué le resulta ilegítimo: «los pseudo mapuches se arrogan una representación que no tienen, actúan ilegalmente y cometen actos que entran en el Código Penal. Manipulan algo legítimo con objetivos ilegales. La reivindicación legal de los pueblos originarios es algo muy diferente y no tengo nada en contra de eso». Como se ve, el político y ex jefe de espías no puede definir ni un poquito lo que sería legal -¿la lengua? ¿la ropa?- pero ni necesita decir qué entra en el Código Penal: la recuperación de tierras robadas.
Otro clásico de la derecha argentina y también ex polifuncionario, Carlos Ruckauf, fue más detallista en una opinión publicada en agosto en el diario Clarín. Para Ruckauf, el detalle es que el artículo 75 reconoce «la posesión y propiedad comunitaria de las tierras que tradicionalmente ocupan» y subraya lo de tradicional. Pedir otras tierras ocupadas recientemente por vivos con escribanos, revisar qué es de quién, es traición: «Es inadmisible que grupos que aducen ser mapuches intenten adueñarse y por la fuerza de una parte del territorio de nuestra Patria y busquen que nos sea cercenado, para convertirse en Wallmapu, una nación distinta de la República Argentina».
Se ve que Ruckauf no tiene amigos mapuche que le expliquen que creer que todos sueñan con un Wallmapu es como decir que todos los peruanos son Senderistas… Pero al ex funcionarísimo se le escapa la liebre cuando explica que esas tierras son de «pacíficos y laboriosos ciudadanos argentinos, muchos de ellos descendientes de verdaderos habitantes originarios». Lo de «pacíficos y laboriosos» define al mapuche que conoce qué lugar le asigna el huinca y se lo banca, al mapuche que no milita ni protesta. Para Ruckauf, hay que arreglar el tema con una ley de tierras, pero «con el prerrequisito de que renieguen de las propuestas secesionistas, reconozcan a las autoridades argentinas, nacionales y provinciales, y respeten los símbolos de nuestra Patria». Estas son cosas que no le interesan a las comunidades, y menos con la pomposidad que las describe el ex ministro.
Miguel Angel Pichetto, ya calentando motores para su anodina campaña electoral, fue como siempre más brutal y directo en febrero del año pasado. Cuando se enteró de que el ahora vaciado Instituto Nacional de Asuntos Indígenas le había entregado tierras a comunidades mapuche de Mendoza, se puso en historiador. «El mapuche no es un pueblo originario de la Patagonia argentina, es un pueblo originario de la Patagonia chilena. Nunca estuvo en la Argentina, es un pueblo invasor. Los originarios eran los tehuelches, los pehuelches, los huarpes». Esta maravilla de afirmar que Chile y Argentina existían antes de existir es típica de la derecha extremista, tal vez educada con manuales que hablan de la «megafauna prehistórica argentina», como si nuestra República tuviera millones de años de antiguedad.
Pero Pichetto, que en esa misma campaña amagó contra los inmigrantes, según él unos delincuentes por vocación, luego va al centro de la cuestión, que es la tierra. El ahora aliado de Milei tira sin dar fuentes que «hay en disputa casi doce millones de hectáreas» ricas en litio y otros tesoros. «Creo que hay un proyecto en marcha de la creación de un Estado Autónomo Mapuche, con injerencia de viejos montoneros. Hay una visión insurreccional en toda esa zona patagónica vinculada a las principales riquezas del país, con lo que tiene que ver con el petróleo y la minería».
En junio de este año, el vocero presidencial y ahora ministro Manuel Adorni patinó para el mismo win reaccionando ante un hecho muy menor. En El Bolsón hubo una ocupación pacífica de unos terrenos donde se iba a construir viviendas sociales, que la policía levantó sin violencia. Adorni aprovechó para explicar que «en la nueva era» que vivimos, la propiedad privada es sagrada, que la Administración de Parques Nacionales se presentó como querellante «en todas y cada una de las causas de usurpaciones de tierras» y que «se terminó con la propagación de banderas y simbolismos pseudo mapuches, se revisaron todos los acuerdos que hizo la gestión anterior con falsas comunidades mapuche para cederles áreas protegidas, en un claro ataque a la soberanía nacional».
Ya que estaba, Adorni bajó línea explicando por qué le habían sacado el nombre original al lago Roca: «Acigami es un nombre aborigen que significa bolsa alargada. Vaya a saber Dios que tenía que ver. Se volvió a llamar Lago Roca como era hasta el 2008 en honor, por supuesto, al prócer Julio Argentino Roca, expresidente de la república y artífice de la consolidación del estado nación quien con su visión y liderazgo terminó por delimitar la extensión en nuestro territorio».
Y terminó con una maravilla: «Bajo la administración del presidente Milei, la patria no se vende».
Los ejemplos son interminables, pero uno preocupa en particular. En junio de 2022 la revista Tiempo Militar publicó un largo fragmento de un libro de Jorge Mones Ruiz, el carapintada seineldinista. El libro fue publicado por la editorial Santiago Apóstol, favorita de los falangistas católicos y sus asociados, como la revista Cabildo. El fragmento es un detallado mapa de la «penetración araucana» en el siglo 16 y 17. Es, claro, una «invasión» de Chile a Argentina… con el ligero problema existencial de que ni uno ni otro existían todavía como países y que la Patagonia, a ambos lados de la cordillera, era territorio libre de las Primeras Naciones.
Pero nada de esto importa, porque lo que importa es crear enemigos.
Fuente: Página 12